“El color aún no ha sido nombrado” (Jacques Derrida)
Frente a la obra de Carola Dinenzon inmediatamente se percibe a una pintora completamente al descubierto y, simultáneamente estamos ante un espacio de una absoluta intimidad. Una intimidad saturada por el modo en que la artista desplegó su trabajo o mejor dicho: su estrategia.
C.D. moviliza la superficie de sus cuadros a través de dos modos muy bien definidos. En uno, desarrolla una serie de bandas de colores desplegados y ordenados como si fuese un extraño teclado en el que el espectador es invitado a fabricar sus propios acordes. En el otro, a través de una sencilla ubicación de dos o tres planos en medio de un cierto gris “vaporoso” como el de un incipiente amanecer, en cuya agotada oscuridad se abren paso colores en un alto grado de condensación y densidad, antes de ser devorados por la enceguecedora luminosidad diurna.
Estas operaciones de apariencia muy sencilla son solo un velo superficial que encubre un exhaustivo y minucioso trabajo de constituir y dar identidad a un cierto número de colores. Es tal la intensidad de esa labor que no deja tiempo para la prolijidad o el acabado perfecto de los planos; por el contrario, existe la urgencia de transformar simples planos pertenecientes al extenso diccionario del lenguaje visual en elementos vivos.
Pareciera que la pintora advirtiera que el color no existe por sí mismo, y su identidad y presencia necesitase ser establecida con delicada precisión, desafiando el vasto catálogo de denominaciones preexistentes.
Así Carola Dinenzon se ha transformado en una inventora de colores. Colores inclasificables, incatalogables, fuera de un imaginable Pantone, transformándolos en una amenaza a los límites de la rotulación. De esa manera logra que éstos, fuera ya de sus propios límites, estén tan al descubierto como su inventora y revelen así la intimidad de su inatrapable existencia.
Juan Astica, noviembre de 2012